Viento ven.

Y llévate contigo
cada una de mis frágiles
y suaves astillas,
desnúdame,
déjame morir así.
Pero nunca me olvides.









Mañana
me vestirán con cenizas al alba,
me llenarán la boca de flores,
Aprenderé a dormir

en la memoria de un muro,
en la respiración
de un animal que sueña.






Un campo donde

los pájaros cantan

y las gaviotas callan

Que aquel pez

de aguas azules escuche

un sol por la noche y una

luna por el día.

Que nadie sea olvidado para sacarse

las ganas de correr a un conejo.


DELFINA GOLDARACENA (1990-2006)

Afuera hay sol.
No es más que un sol
pero los hombres lo miran
y después cantan.

Yo no sé del sol.
Yo sé la melodía del ángel
y el sermón caliente
del último viento.
Sé gritar hasta el alba
cuando la muerte se posa desnuda
en mi sombra.

Yo lloro debajo de mi nombre.
Yo agito pañuelos en la noche y barcos sedientos de realidad
bailan conmigo.
Yo oculto clavos
para escarnecer a mis sueños enfermos.

Afuera hay sol.
Yo me visto de cenizas.
¿Por qué me acaricia, por qué me enternece
esa canción dulce, llorosa e incierta
que apaciblemente muere en la ventana
a las tibias auras del jardín abierto...?

Busco tu suma, el borde de la copa donde el vino es también la luna y el espejo,
busco esa línea que hace temblar a un hombre en una galería de museo.
Además te quiero,

y
hace tiempo y frío.


Libertad es decirle al espejo,
Mírame no voy a morir sin vivir



Y me tropiezo con sus colmillos,
viejos,
achacados por tanto camino, pies cansados;
pareciera que nunca termina esta colina de inmensos pastos
donde el sol escupe frívolamente sus doradas ansias
de querer llevárselo todo.
Nadie sabe nada, no ven nada.
Vuelve a sujetarme con fuerzas
ese viento sordo que no me deja volver.
Vuelven a amarrarme la angustia, la duda, la fragilidad.
La ansiedad, alegría, ganas de volar.
Ya no quiero volver.



La vida es como una caja de bombones,
nunca sabes lo que te va a tocar ~
ÁNGELUS

Quién me iba a decir que el destino era esto

Ver la lluvia a través de letras invertidas,
un paredón con manchas que parecen prohombres,
el techo de los ómnibus brillantes como peces
y esa melancolía que impregna las bocinas.

Aquí no hay cielo,
aquí no hay horizonte.

Hay una mesa grande para todos los brazos
y una silla que gira cuando quiero escaparme.
Otro día se acaba y el destino era esto.

Es raro que uno tenga tiempo de verse triste:
siempre suena una orden, un teléfono, un timbre,
y, claro, está prohibido llorar sobre los libros
porque no queda bien que la tinta se corra.

Mario Benedetti